Así pasaban horas. Y días.
Trabajé durante tres meses en la barra de aquel local, y no recuerdo un solo día en que no aparecieran y se situaran en el mismo lugar, siempre acompañados por una botella de vino. En ocasiones, sobretodo entre semana, en los días más flojos, en la pista sólo había un par de personas que apenas puede decirse siquiera que bailaran, simplemente se movían ligeramente al son de la música mientras charlaban y daban buena cuenta de sus copas ... pero aún así, aquella pareja los observaban casi hipnotizados, como si estuvieran viendo bailar el tango más sensual, y fascinante que jamás se hubiera visto.
Ocurría, frecuentemente, en estos días con menor afluencia, que la pista se vaciaba, cuando esto sucedía ejecutaban, como programados, el mismo ritual: él se giraba para buscar la botella y rellenar las copas, bebían un trago y luego ella buscaba en su bolso un par de cigarrillos. Cuando los habían terminado, si nadie había salido a la pista, se levantaban y se marchaban.
Jamás les vi bailar, ni siquiera mover ligeramente las piernas al ritmo de la música … sólo observaban.
Intrigado, le pregunté a uno de los camareros por aquella pareja:
- ¿Quién? … ¿los sordomudos? – me contestó - ¿qué quieres saber?
- No, nada … - le dije - Ya me contestaste.
Claro, sólo eso podía explicar su actitud. Querían conocer la sensación que producía aquello que ellos no podían sentir, probablemente, con un velo de tristeza permanente, pudieran “escuchar” la música de alguna forma al ver al resto de personas moverse a su ritmo, o al menos podrían imaginarla. Desde aquel día no pude dejar de observarlos; aprovechaba los momentos en que no tenía clientes para irme al fondo de la barra, donde mejor podía verlos y, fascinado, mirar sus miradas … me servía una copa y me quedaba casi hipnotizado viéndoles. Buscaba en sus ojos una pista, una señal de aquello que ellos podrían estar imaginando en aquel momento, de la forma, de la textura, del olor y del sabor que estarían asociando a esa música que no podían escuchar y que jamás podrían hacerlo.
Dejé el trabajo poco tiempo después, tras sentir, día tras día, la tristeza que me producía el no poder ver ni escuchar lo que ellos imaginaban, y, sobretodo, por el hecho de creer que nunca podría hacerlo.
A veces voy al rompeolas, me siento en una de las rocas y cierro fuertemente los ojos … sólo escucho las olas, siento la brisa, el olor de la sal … y trato, sin éxito, de imaginarme el mar, imaginar un mar que nunca hubiera visto … Agotado y decepcionado, acabo por abrir los ojos para contemplarlo … es entonces cuando, (maldigo el día que acepté aquel trabajo), no puedo dejar de recordar aquellas miradas sin dejar de convencerme de que ellos, no sólo podrían conseguirlo sino que su mar sería siempre más bonito que el mío.
Sentidos (Isabel Filipe)